Parece que poco a poco nos vamos alejando de las secuelas psicológicas de la crisis, cuando todos estábamos obligados a mirar el precio como el principal argumento a la hora de decidir la compra de uno u otro producto.

Y aunque nos ha ayudado a desarrollar una nueva conciencia a la hora de emplear nuestros recursos, en algunos casos esta conducta llego a ser extrema, la mayoría de las veces por necesidad, aunque todos conocemos casos que la aplicaban por mas que nos resultase inexplicable la falsa necesidad que algunos pretendían sentir.

En fin la complejidad del ser humano es infinita y las “neuronas espejo” deben de tener alguna responsabilidad sin duda.

Pues bien esta nueva filosofía del consumo lo ha impregnado todo y si en un principio el argumento era “cantidad y precio”, ahora va tornando a “calidad, salubridad y precio“.

Ya no solo requerimos la mejora en el precio sino que empezamos a apreciar el valor de la calidad como elemento diferencial y distintivo, y ademas se comienza a exigir que el producto tenga (o no tenga) una serie de ingredientes que consideramos acordes con nuestro proyecto de vida.

Desgraciadamente esta filosofía de consumo se llego a implantar incluso en la alimentación y todos llegamos a caer en esa oferta que nos brindaba una gran cantidad de producto a un precio muy bajo, al cabo de un tiempo ya no estábamos cansados de consumir ese producto, sino indigestos y hastiados de el, con lo que se producía un efecto rebote, sobre el articulo en cuestión y aunque aumentaba su venta en numero de consumidores, caía estrepitosamente el número de estos que repetía su consumo.

Esta política de tierra quemada desarrollada por la gran distribución, ha perjudicado a muchos productos y a pequeños fabricantes que no han sabido mantener su clientela y adaptarse a las nuevas demandas de los consumidores, defendiendo sus productos con mas argumentos que el precio.